Amor verdadero

La conocí de casualidad. Bueno, si soy sincero, me la presentó alguien que decidió hacerlo, casualmente, un domingo de febrero. Pretendería , pienso, congratularse conmigo después de tenerme postrado en el olvido de su mente tres ciclos menstruales interruptus; éso, si mis cálculos y su periodo coincidiesen -que creo que si- con la teoría científica más extendida en el universo de las féminas que acumulan un cuarto de siglo en cada nalga, como era su caso según me reconoció de tapadillo, tal cual suelen hacer las mujeres con independencia de los kilómetros que lleven recorridos desde su partida, de nacimiento, claro.

De inicio, apenas le presté atención, no quería ser especialmente descortés con quien la había puesto ante mis ojos, invitándome a abrazarla, a tomarla entre mis manos con delicadeza, así lo hice, sin besarla. En aras a no enfriar el calor del reencuentro que se había suscitado, declaré mi intención de corresponder con un almuerzo a la primera de ambas, algo a lo que se avino la segunda sin menoscabar su angelical gesto inmerso en el rojo pasión que lucia; desconozco si porque ya había comido o porque no entraba en sus planes hacer de carabina.

El caso es que ella -aunque sobre la mesa imperó más hablar que masticar- no formó parte del intercambio de planes, anhelos, emociones, calamidades, ironías, chismes, dimes y diretes que cruzamos mientras nuestros paladares saciaban pausadamente y sin artificios las respectivas apetencias culinarias. El postre decidimos, de mutuo acuerdo y deseo, tomarlo en otro sitio, a ser posible menos concurrido, más íntimo. Para entonces había surgido ese sentido práctico de la vida que consiste en aprovechar el tiempo en una dimensión distinta a la de recitar pensamientos. Así que nuestros pasos tuvieron el mismo destino que nos pedía la parte central de nuestros cuerpos. 

La soledad buscada y encontrada deparó una escena propia de cualquier episodio de Sexo en Nueva York. Coincidimos por delante y por detrás, con los ojos cerrados y abiertos, con silencios cómplices, con gemidos placenteros. Senos tersos, labios ardientes, cabellos acariciados al compás de una balada. La apoteosis duró lo que duran dos trozos de hielo en un whisky on the rock. No nos dieron las diez, las once, las doce, la una, las dos ni las tres; pero nos dimos por satisfechos.

La acompañé a su coche. Me propuso ir al cine. Decliné. Yo no quería que la ficción diluyese la espectacular escena de cama de la que había sido coprotagonista. Supongo que lo entendió así, porque no hizo ningún ademán de insistir. A medida que aceleraba, dibujamos un adiós dorado en aquella tarde gris, poniendo en manos del destino la decisión de volvernos a ver.


Apenas unos instantes después de la despedida, me sobresalté. Menudo olvido, qué inmerecida descortesía. Estaba dispuesto a pedirle mil disculpas de las sinceras, aquellas que salen de lo más profundo del alma y que emergen de las pupilas sin necesidad de articular palabra. Al llegar al mismo lugar en la que imaginé que ya no me aguardaba, contemplé ruborizado que seguía allí con su angelical gesto y su sensual figura vestida de rojo pasión. No escuché reproche alguno. Es más, complacida dejó que la cogiese de la cintura. En el momento en que me acerqué para susurrarle mil disculpas, abrió sus pétalos y desprendió su aroma. Entonces supe que ella me perdonaba y que yo había vuelto a enamorarme, esta vez, de una flor.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Acelerados

La noche que calmé a Nuria

Cómo buscar trabajo y no morir en el intento (I)