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La noche que calmé a Nuria

A caballo entre los delirios del Gobierno y la crudeza de la realidad. Marta y Miguel, compañeros de vida tiempo atrás y exclusivamente de espacio desde hacía un mes, se propusieron esa tarde de sábado —una más del confinamiento por el decreto de Estado de alarma en España a consecuencia de la propagación del virus Covid19— decirse aquello que no se dijeron ni durante el idilio matrimonial estrenado una frondosa primavera de 1989 ni desde que se marchitase lentamente esa parte del amor que entregas con pasión y que un día jamás deseado por inhóspito se transforma en desdén. A través de sus miradas, desbordantes de sinceridad, concluyeron que no cabía demorar más lo que —distraídos en piruetas de absurdos recelos y taimados desencuentros— venían eludiendo.  —¿Quién abre el fuego? —No me gusta que utilices esas expresión. —Ya veo. Lo acabas de abrir. —Me lo has puesto en bandeja. Así que aprovecho y te digo que duele mucho querer y que no te quieran. —¿Por qué dices eso?

La otra pandemia

Una de sus exiguas máximas era desencumbrar cualquier problema. Hacerlo suponía —pensaba— el primer paso para vencerlo. “La apariencia de insalvable —tenía escrito de su puño en un ejemplar de la primera edición de En busca del unicornio— es la que a menudo atora acciones con las que superar una adversidad”. Por ello, en cuanto Tomás Jaycer Magunza escuchó a Tao Xeon-Te, propietario de un modesto bazar de Salamanca, referirle el contagio detectado en una localidad de China, agarró la determinación de enclaustrarse en el habitáculo acondicionado por él mismo como laboratorio en su casa de Endrinal y no salir —salvo para pegar ojo, nutrirse y evacuar sobrantes— sin disponer del compuesto que lograse impedir los trágicos efectos colaterales que —estaba seguro— traería la probable propagación mundial del virus.  La premura con la que desde cualquier rincón de la ciencia se buscaría la vacuna no le concernía. Acumulaba horas trabajando desde aquel día que, reflexionando detenidamente a