La otra pandemia

Una de sus exiguas máximas era desencumbrar cualquier problema. Hacerlo suponía —pensaba— el primer paso para vencerlo. “La apariencia de insalvable —tenía escrito de su puño en un ejemplar de la primera edición de En busca del unicornio— es la que a menudo atora acciones con las que superar una adversidad”. Por ello, en cuanto Tomás Jaycer Magunza escuchó a Tao Xeon-Te, propietario de un modesto bazar de Salamanca, referirle el contagio detectado en una localidad de China, agarró la determinación de enclaustrarse en el habitáculo acondicionado por él mismo como laboratorio en su casa de Endrinal y no salir —salvo para pegar ojo, nutrirse y evacuar sobrantes— sin disponer del compuesto que lograse impedir los trágicos efectos colaterales que —estaba seguro— traería la probable propagación mundial del virus. 

La premura con la que desde cualquier rincón de la ciencia se buscaría la vacuna no le concernía. Acumulaba horas trabajando desde aquel día que, reflexionando detenidamente acerca de los riesgos aparejados a la globalización, intuyó que el mal que representaba la propagación de una pandemia iba a acarrear significativos trances en el comportamiento del hombre. Daba por sentenciado que así sucedería tras haber dedicado buena parte de su vida al estudio del cerebro humano. A Jaycer le fascinaba poder comprender cómo algo tan ridículo como un amasijo de carne era capaz de almacenar infinidad de recuerdos, datos, y producir multitud de ideas, conocimientos, emociones y sentimientos. Esa altruista tarea como investigador la había compatibilizado con la de profesor universitario en su condición de catedrático de Química, ocupación de la que se había desprendido por jubilación hacía escasamente un año. 

Desde entonces su felicidad había crecido al poder disponer íntegramente de los días del calendario que él mismo —desde que apenas con un 27 de suela y bolsillos de pantalón corto repletos de canicas— cogió la costumbre de confeccionar a su antojo, reuniendo doce folios en los que, dispuestos en forma apaisada, escribía a lápiz el nombre perteneciente a algún histórico personaje con legado digno de ser tenido en cuenta. Le parecía una manera útil de abstraerse de la sensación de rutina causada por la nomenclatura comúnmente utilizada. En su particular universo, hacía dos días que había comenzado el mes de ANAXIMANDRO. Así, tal cual, en letras mayúsculas figuraba en la parte superior del almanaque que tenía manufacturado para 2020. Entre las virtudes leídas y, por tanto, conocidas para él, brillaba la de ser autor del primer texto filosófico escrito en prosa de la Historia. Además de pionero en trazar el perímetro de la Tierra y el mar así como en dibujar —como representación de tales maravillas— una esfera celeste. La mañana de ese lunes del mes de Anaximandro, Tomás Jaycer había decidido auto inyectarse una dosis de la sustancia que, confiaba, resultaría crucial para la demostración de su valía en la mejora de las condiciones de vida de mucha gente, especialmente de la población anciana.

—Debo estar como un cabra —se dijo— pero mejor eso que estar como un cencerro —se respondió y oyó igual que se oye a alguien que aparece por sorpresa cuando se está solo. 

En ese justo instante, esgrimiendo una suculenta sonrisa por debajo de su nutrido bigote entre blanquecino y pardo se echó las manos a la cabeza, después a los ojos e, inmediatamente, a la boca. De repente salió del laboratorio con dirección al baño. Quería comprobar si la aplicación de la vacuna había propiciado alguna metamorfosis en su aspecto físico porque, mentalmente, desde luego que sí. Respiró aliviado al verse reflejado tal cual, sin variación, ante el espejo de perfil niquelado que colgado por encima del lavabo era capaz de albergar medio cuerpo desgarbado y por tanto de escaso trapío como el suyo, más o menos hasta la zona del estómago. 

Ya más calmado, restablecido del impacto emocional alcanzado por la constatación de la eficacia de su descubrimiento, regresó a la sala del laboratorio. Allí rebuscó sus gafas de lentes circulares y montadas al aire, cogió el teléfono móvil Nokia del año catapún, única ligazón con el exterior —exceptuando una sencilla colección de libros encabezados por La utilidad de lo inútil, escrita por Nuccio Ordine— que expresamente se encomendó tener, y procedió a revisar el listado de contactos. Tecleó intermitentemente hasta anclarse en la T, apareciendo en la diminuta pantalla el apellido y los nueve dígitos que le otorgaban el pasaporte telefónico deseado.

—Dime Jaycer, me alegro de escucharte.
—La tengo.
—¿Qué tienes?
—La vacuna.
—No puede ser.
—Lo es. 
—Estás loco. No puedes haberlo hecho tan rápido.
—De loco, quizás algo, de rápido nada. Llevo mucho tiempo y cantidad de intentos fallidos, hasta que por fin lo he conseguido.
—Qué callado te los tenías.
—Ya sabes: res non verba.
—Habrá que testarla.
—Como quieras. Sin problema. Acabo de comprobar su validez.
—Estás seguro.
—Totalmente.

El interlocutor telefónico de Tomás Jaycer era José Manuel Treisan, un viejo amigo, consejero delegado de Pitersbrom, importante multinacional farmacéutica. 

A finales de 2020, todos los medios —periódicos impresos y digitales, estaciones de radio y canales de televisión— publicaban crónicas y ofrecían reportajes relacionados con una vacuna denominada Anaximandro, en correspondencia, según subrayaban pomposamente —demostrando una más que deplorable ignorancia— con el nombre elegido al azar por parte un profesor jubilado de la Universidad de Salamanca. A través de diferentes comunicados, la Organización Mundial de la Salud recomendaba su aplicación tras haber confirmado la eficacia. Todos los países tenían constatados los beneficios que reportaba. En Inglaterra, el Primer Ministro había dado instrucciones para la supresión de un organismo creado en su día para paliar una causa de malestar superada con el preparado inventada por un químico español. No era la deseada solución al coronavirus que seguía aguardando el antídoto y por tanto manteniendo en vilo a la población mundial. Sin embargo, gracias al ingenio y constancia de Jaycer, una vacuna inmunizaba a cualquier persona de otra terrible pandemia llamada soledad.

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