El entierro de la sardina


  Calibrar las emociones es como querer pesar el tiempo. No se puede. Sin embargo, sí es posible saber de qué o por qué nos emocionamos y, de acuerdo con ello, mantenernos conscientemente en ese estado emocional hasta que queramos salir del mismo. Es entonces cuando se dice que nos topamos con la realidad, esa que compartimos con el resto de seres vivos y de la que somos parte activa por nuestra manera de proceder y actuar.
  Recuerdo a la edad de 16 o 17 años, en plena adolescencia, participar -como alumno de BUP- en el entierro de la sardina, una fiesta estudiantil que, tradicionalmente, se producía justo un día antes del inicio de las vacaciones de Navidad en el Instituto. Se trataba de un ceremonial que lograba pertrechar de transgresión a todos los asistentes y que era no sólo tolerada sino alentada por los enseñantes, director y jefe de estudios incluidos. El abandono masivo de las aulas -dejando al profesor de turno con la palabra en la boca- en plena clase a medida que la comitiva iba transitando por las plantas y pasillos del centro académico, formaba parte de la ceremonia. Muchos imprimían un grado de realismo al acto en sí, que lucían chaqueta negra y corbata, ya fuese cortejando o en calidad de portadores de una caja que hacía las veces de féretro. Risas, cánticos, todo tipo de proclamas adobaban el recorrido que traspasaba el propio recinto, ocupando así calles y avenidas ante la mirada atenta o atónita de transeúntes y conductores.
  Acabado el acto, vivido ciertamente con apasionamiento y emoción, todos asumíamos que habíamos protagonizado algo tan real como falso, tan palpable como iluso, tan relevante como intrascendente; de ahí que nadie se sintiera frustrado por no poder continuar por más tiempo así, de aquella manera.
  Resulta asombroso que no ya grupos de jóvenes sino hombres y mujeres aderezados de una vida repleta de años, experiencia y conocimientos intervengan directamente en un referéndum con urnas de plástico y asilvestrado censo, para días después -acreditada la falacia de éste- dar por válida y por tanto consumada una república independiente por mucho que la misma haya sido proclamada en el interior de un Parlamento. Más grotesco que ésto es que, acabado su particular entierro de la sardina, haya catalanes que persistan en el esperpento. Pase que sean ingenuos, pero no que nos tomen por cipotes.

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